Los relatos de este blog abordan temas intensos y emocionalmente delicados. Si estás pasando por un momento difícil o eres especialmente sensible, considera si es el momento adecuado para leer. Escúchate. Cuídate.
Mató a la reina y ahora habla con un conejo. Contemplación de la naturaleza.


Los noruegos la apodaron “La reina solitaria del norte”, después de que su hermana, Bismarck, fuera arrojada a las profundidades del mar Báltico.
El mismo destino le esperaba a la «reina», Tirpitz, y mis compañeros y yo teníamos que asegurarnos de que eso sucediera. El día estaba decidido: 3 de abril de 1944, fiordos noruegos.
Esa noche estábamos allí y fue entonces cuando comprendí el porqué de ese apodo tan fabuloso. En todo cuento que se precie, siempre hay personajes con poderes mágicos. Pues bien, nuestra “reina” también los tenía:
Transformaba la noche en día.
Equipado con 92 cañones gigantes, el acorazado Tirpiz iluminaba las oscuras noches escandinavas cada vez que abría fuego contra nosotros. Lo veíamos bien mientras, desde arriba, lanzábamos bombas para intentar hundirlo.
La alcanzamos catorce veces, pero la “reina” seguía ahí. “Mágica”. Hacía que mis compañeros parecieran luciérnagas que se lanzaban a las frías aguas del Báltico para que les concediera la gracia de apagar ese último resplandor.
Aquella noche, la aviación británica no consiguió hundir el Tirpitz, el orgullo de la marina de Hitler. Lo conseguimos unos meses después.
¿Si tenía miedo? ¡Claro!
Pero era un miedo diferente al tuyo. Y pensar que te llaman «cabeza de león». El bombardero al que yo pilotaba se llamaba Fairey “Barracuda” y se entiende el motivo.
Lo que, en cambio, me parece inconcebible es la asociación de la palabra “león” con su opuesto. ¡La vida es tan sarcástica!
Un día pilotas un bombardero y escribes la historia y, unos años después, estás sentado solo en un sillón, con la manta sobre las piernas, y cuidas del conejo de tu nieta. Un conejo “cabeza de león”.
No me considero valiente. Durante la guerra se desplegaron millones de soldados en todo el mundo y creer que todos eran valientes es muy improbable. Uno se enfrenta a las bombas porque debe hacerlo.
Valientes, cobardes y gente sin pena ni gloria. Todos nosotros luchamos porque teníamos que hacerlo. ¡Y punto! Y yo, por suerte, estaba en el lado correcto de la historia. Ella nos dio la razón.
Pero cuando te disparan, la historia puede durar un instante y solo tienes que lanzar bombas y, si puedes, esquivarlas.

Al fin y al cabo, “cabeza de león”, no somos tan diferentes a ti. Tú esquivas los peligros y nosotros también. Yo no he sido valiente por haber pilotado un bombardero y tú no eres tan cobarde como pareces. Tanto tú como yo vemos el miedo, pero lo hacemos con ojos diferentes.
Tus ojos están situados a los lados de la cabeza, los míos no. Y esta, créeme, es una de tus mayores fortunas.
Y no lo digo porque tengas un campo de visión de 360° y escudriñes los peligros en todas direcciones. Lo digo porque tus ojos solo te permiten distinguir bien un par de colores, entre ellos el azul. Pero no lo ves como yo lo veo.
El azul. El color que puede describir lo que las palabras no pueden. Cuántas veces he visto la inmensidad del mar y el infinito cielo encontrarse en la invisible línea del horizonte y perderse, convirtiéndose en uno. Esta es la profundidad, amigo mío.
Durante milenios, la humanidad ha buscado palabras para describirla sin conseguirlo nunca. Luego, resignada, decidió asignarle un color que la representara: el azul.
Inmenso lo que está debajo de nosotros, infinito lo que está sobre nuestras cabezas. Nosotros estamos en la línea invisible del horizonte, porque somos invisibles. Somos instantes.
El tiempo no tiene color, sin embargo, era infinito antes de nosotros y lo será después de nosotros. También aquí, nos encontramos en la línea invisible del presente. Somos instantes.
Y es una suerte que tus ojos puedan ver el azul, sin perderse en esta profundidad. Tienes un campo de visión de 360°, no puedes concebirlo. Y por eso estás aquí. Si tú, que eres aún más pequeño que yo, vieras el azul como yo lo veo, dejarías de huir a la mínima que te movieras. Tal inmensidad te petrificaría. Te quitaría las ganas de correr y te entregarías con demasiada facilidad a quien te persigue.
Puedes ver el azul, pero no debes ver su profundidad.
Yo, en cambio, siempre lo he visto y nunca me ha pasado el deseo de esquivar bombas. Y, sin embargo, no soy mucho más grande que tú.
¿Por qué no me he dejado petrificar por tanta inmensidad?
Quizás quería vivir el mayor tiempo posible para contemplarla y admirarla. La naturaleza nos ha dado la inmensidad del azul para que, al levantar la vista al cielo, podamos observar mejor los pequeños detalles de nuestra vida, amarla y vivirla plenamente.
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