Los relatos de este blog abordan temas intensos y emocionalmente delicados. Si estás pasando por un momento difícil o eres especialmente sensible, considera si es el momento adecuado para leer. Escúchate. Cuídate.
La razón de un kamikaze. El miedo


Hoy ha sido una tarde afortunada. Estábamos en el patio para la pausa habitual y había dos escorpiones que, cogidos por las pinzas, se inclinaban hacia delante para golpearse con el rabo. A mí esos animales me parecían demasiado pequeños y extraños para poder luchar, pero alguien dijo que eran capaces, así que elegí a quién animar.
Qué novedad. Mientras se agarraban entre ellos, yo intentaba gritar más fuerte que el compañero que estaba a mi lado, pero en mi entusiasmo por animar me caí del asiento en el que estaba sentado. Debí de golpearme la rodilla con una piedra porque el dolor era tal que no pude moverla durante un rato, pero solo fueron unos minutos, luego, cojeando, volví a sentarme donde estaba.
No podía perderme el espectáculo. No. Qué mala suerte… pero al menos había aprendido algo: los escorpiones luchan y no solo eso… ¡se comen a sus congéneres una vez muertos! Quién sabe cuál era el mío. Pensándolo bien, aunque no me hubiera caído, esas cosas, que apenas se distinguen de la arena, son demasiado iguales entre sí como para poder reconocerlas. Casi se pierde el gusto de animarlos. Dos contendientes sin diferencias.
Sí, es cierto… al final uno gana y el otro pierde, pero ¿quién ganó qué? Uno ha «ganado» una supervivencia miserable y un futuro incierto. Quizás mañana sea él el que sea devorado. El otro ha «perdido».
No porque su vida haya sido literalmente devorada, sino porque murió mientras intentaba defender esa miserable existencia, que más que el aspecto físico lo hacía igual a su adversario. Qué razón tan horrible para vivir o morir… ¡Es horrible! y ya está!
No es con la vida y la muerte que se decide un ganador, sino con la razón. Solo con la razón, el resto no cuenta. ¿Por qué? Un ladrón armado puede matar a un hombre que se le pone delante, con su familia detrás, con una ráfaga de medio segundo.
¿Ha ganado el ladrón? ¿Ha perdido el padre?
No. Uno está vivo, el otro está muerto, pero es exactamente lo contrario.

¡Es la razón! Algo que es más fácil de encontrar entre los hombres que entre los escorpiones, eso sí. La muerte de ese padre heroico vale mucho más que la vida de ese ladrón, de todos los que ya han existido y de todos los que vendrán. Pueden matarme y comerme, pero yo ya he ganado, porque desde niño, entre las paredes de esta escuela, me han enseñado mi razón. Una razón elevada, infinita, indudable, imprescindible… ¿Qué es la muerte de quien ya ha vencido en comparación con la vida de todos los que ya han perdido?
Es esta ardiente y roja luz que desde lo alto ilumina o quema estos infinitos granos de arena. Eso es lo que es. Todos morimos tarde o temprano.
Tarde o temprano, pobres o ricos, entre las sábanas de una cama o cubiertos de sangre, pero ¿qué importa? Es cuestión de tiempo.
Antes de pensar en cómo sobrevivir, un hombre tiene el deber de encontrar una razón, ¡esa razón! La que me enseñan, la que hay que enseñar… la que hay que defender. Mi razón es alta e intangible como este sol que dispersa sus rayos por todas partes. Con ellos se ilumina la oscuridad y florecen las flores. Con ellos la gente despierta y puebla las calles.
La luz del sol es vida, si se acepta tal cual es. Si alguien ignorara su grandeza, pensaría que puede pasear tranquilamente por el desierto, convirtiéndose en arena. Si alguien rechazara su luz, perecería de miseria en una vida sin color y fría. Si alguien intentara tocarla, sus rayos de sol lo envolverían y arderían con él en una sola llama. Si una mirada lo fijara con curiosidad para tratar de comprender lo que no le corresponde, porque es infinitamente grande e inescrutable, sus rayos lo aniquilarían quemándole los ojos.
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