Los relatos de este blog abordan temas intensos y emocionalmente delicados. Si estás pasando por un momento difícil o eres especialmente sensible, considera si es el momento adecuado para leer. Escúchate. Cuídate.
El Noble del Agua. La ira


En las cortes europeas del siglo XVII, sobre todo en la de Luis XIV, cada gesto, palabra y silencio obedecía a un riguroso ceremonial. Nadie podía sustraerse a la ritualidad sin arriesgarse a sufrir consecuencias: la corte era un teatro sagrado, donde respetar el protocolo equivalía a obedecer al rey.
«¡Voy a imitar al animal más difícil de todos!». Y cumplió su palabra.
Con un pequeño salto en el sitio, juntó las piernas y, antes incluso de que sus pequeños pies tocaran el suelo, sus brazos estaban a lo largo de los costados, perfectamente pegados al cuerpo.
Del mismo modo que se inclina una caña de pescar hasta reflejarla en el agua, él inclinó el torso rígido hasta que su nariz quedó mirando al suelo. Sus piernas parecían las de un espadachín que había dado una estocada larga para concluir su ataque. Sus brazos, abiertos, desmentían esa posición. Como si quisiera acoger al “hijo pródigo”.
Temblaba mientras intentaba mantener la posición con dificultad. Esperaba que sus amiguitos se apresuraran a adivinar, pero estaban demasiado sorprendidos por la resistencia de aquel cuerpo piel y huesos como para concentrarse en la respuesta.
«¡Es el noble del agua!», sugirió con voz entrecortada el imitador agotado.
¿Sería suficiente esa ayuda para llevar a sus espectadores a la respuesta?
No pudo quedarse lo suficiente para haberlo sabido. Tenía que irse, pero la sugerencia le había bastado.
Era el cisne.
No compartía con el animal ese bonito apodo, pero tenían un par de cosas en común. La extrema elegancia y la imposibilidad de amarla. ¿Cómo se puede amar algo que no se ha elegido?
Los cisnes no eligen. Son animales, actúan por instinto. Muchos hombres no eligen, actúan por deber. Él lo hacía y eso lo hacía aún más parecido a un cisne que sus movimientos.
Llegó ante la gran puerta de dos hojas, en la que los nudillos no podían llamar. Con la mano derecha agarró su bastón por la mitad y con la izquierda por el extremo inferior. Lo levantó como para dividir los ojos.
«TOOOC».
Un golpe seco con un sonido prolongado. Entró. Lo hizo con la mirada dirigida hacia quien estaba al otro lado de la puerta de dos hojas, pero con los ojos mirando hacia otro lado. Con los pies juntos y los brazos, que formaban un todo con la espalda bien erguida, se inclinó hacia delante hasta que sus ojos miraron al suelo. Una pierna bien estirada, la otra debidamente flexionada. Los brazos abiertos hacia aquel a quien no debía tocar ni mirar.
Era el momento de no pronunciar palabra. Era el momento del cisne. Solo quedaba mantener esa posición hasta que se oyeran chasquear los dedos. Entonces, caminando hacia atrás, se marcharía cerrando las puertas.
Seguía mirando al suelo mientras sus oídos esperaban ansiosos la despedida.
El susurro de las sábanas parecía anunciar su llegada, pero la espera era interminable. Ese ruido que suele acompañar al enésimo despertar se convertía en presagio del descanso que está reservado a todos, soberanos y cisnes.
Ningún poeta sabría describir el estado de ánimo de un hombre mejor que las sábanas de lino. Un tejido que susurra cada vez que la piel lo roza.
Un susurro largo y prolongado habla de dulzura. De suavidad. Habla de un brazo casi tenso que se abre en abanico para descubrir el cuerpo, para que la luz de la mañana pueda iluminarlo.
Muchos susurros breves e intensos hablan de miembros que se mueven sin dirección y de manos dispuestas a aferrarse a cualquier cosa para no caer.
A aquellos que callan sin haber elegido el silencio, las sábanas de lino les conceden la gracia de susurrar. Son susurros que no pretenden ser escuchados. Resuenan en la habitación por si hay oídos dispuestos a escucharlos.
Y los había. El hombre del bastón seguía allí; y sin haber dado un paso, se encontró ante sus ojos un panorama nuevo. Además de donde apoyaba los pies, veía también las gotas de sudor que le caían por la frente.
Estaba allí, inmóvil desde que había cruzado el umbral. Necesitaba un permiso que sabía que no llegaría. Tenía que quedarse allí.
Se le permitía sudar y escuchar, pero solo porque los oídos no tienen párpados que los cubran. Lo inadmisible era el cansancio, que hace que el cuerpo tenso se mueva sin que nadie lo ordene.
No había sido castigado solo porque en ese momento no había nadie capaz de hacerlo. Irse sin permiso era posible, ocultar que lo había hecho en tales circunstancias, imposible. Las sábanas de lino ya no susurraban, pero aún se oía un crujido.
Dos suelas de madera se deslizaban sobre una alfombra de lana de Flandes, sus piernas agotadas no podían evitarlo. Pronto se caería y su bastón lo anunciaría
«TOC». Así lo haría al caer verticalmente sobre esa alfombra.
El sonido sería más amortiguado y menos prolongado que el anterior, pero las altas bóvedas góticas del techo harían resonar esa infracción fuera de la habitación. El último eco de la voluntad de un soberano.
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