Los relatos de este blog abordan temas intensos y emocionalmente delicados. Si estás pasando por un momento difícil o eres especialmente sensible, considera si es el momento adecuado para leer. Escúchate. Cuídate.
El hombre desnudo alimenta al hombre vestido. La ira


Este relato está inspirado en hechos reales.
En 1722, durante el día de Pascua, una flota holandesa al mando del navegante Jacob Roggeveen desembarcó en una tierra remota y desconocida en el corazón del Océano Pacífico: la Isla de Pascua, llamada Rapa Nui por sus habitantes.
El encuentro entre los exploradores europeos y el pueblo isleño fue breve, intenso, y marcado desde el principio por una distancia no solo geográfica, sino también cultural y simbólica. En este contexto, un gesto aparentemente inocente podía tener consecuencias inesperadas. ¿Les gustan los sombreros? Se los pregunto porque en este relato se hablará de un sombrero… y de lo importante que era tener uno en aquella época.
«Porque tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me disteis de beber,
fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis…» (Mateo 25, 35-36).
Con mis bonitos botines y mi camisa, nunca hubiera imaginado que un hombre desnudo me salvaría del hambre y la sed.
Mientras habla con su lenguaje, similar al balbuceo, me hace señas para que me siente a su mesa, sin que haya sillas ni mesa. Como su cuerpo, desnuda está la tierra sobre la que sirve carnes de animales desconocidos, y frutas de formas, colores y sabores tan inesperados que desafían mis sentidos.
Todavía estoy aturdido por el ayuno y no puedo decir cuánto mar ha surcado mi quilla, pero creo que la tierra de los molinos de viento ya está lejos.
En esta isla sin árboles, la desolación del horizonte se ve interrumpida por enormes cabezas de piedra que parecen alzarse con orgullo, mientras que esporádicas columnas de humo se elevan hacia el cielo. Hay gente bailando que conoce la misericordia sin saber cómo nombrarla.
Ni siquiera los evangelistas podrían haber descrito una escena tan hermosa. Ni siquiera la imaginaron. Por eso te doy las gracias. ¡Gracias, hombre de la tierra sin árboles!
Yo, que no había bebido en días, vertí por ti el único agua que podía ofrecerte: lágrimas. No podía darte las gracias con palabras, no las entendías. Te regalé la bala francesa que se detuvo a dos centímetros de mi corazón. Hoy es un péndulo de la buena suerte que me ha hecho llegar hasta aquí. No esperaba que entendieras lo que era, pero te lo regalé de todos modos.
Fui testigo de una piedad sin nombre y te recompensé con una gratitud que solo puede expresarse a través de gestos.
La miseria que reinaba bajo nuestras velas nos había hecho más parecidos a bestias que a hombres y tú, que no conoces el pudor de las vestiduras, nos devolviste la dignidad a mí y a mis hombres. Yo hice lo mismo cuando nueve de ellos pisotearon tu honor y el de tu gente; entrando en vuestras moradas en busca de placeres prohibidos.
Con la espada descubrí sus espaldas, con la fusta las abrí, con el sol y los insectos las quemé y en un instante las congelé.
Probablemente nunca hayas oído la palabra «ira», pero hice lo que hice para que entendieras que tu sufrimiento también era el mío. Y lo entendiste
Y sonreías. Esos nueve hombres, llorando y de rodillas, veían llegar el final de su sufrimiento justo en medio de sus ojos o un poco más arriba. Y tú sonreías.
Te había devuelto a ti y a tu gente la dignidad, como tú hiciste conmigo. Y habría ejecutado a otros tantos si eso te hubiera servido para entender lo agradecido que te estaba por haberme salvado la vida. Tengo esta autoridad y tú lo sabías, lo habías entendido aunque no supieras darle un nombre.

Y esa autoridad me permitió intercambiar la sangre de mis hombres por la honra de tu pueblo. Lo sabías.
Entonces, ¿por qué, en nombre de una curiosidad enfermiza, decidiste poner en peligro mi honor?
¿No fue la mal entendida curiosidad de mis hombres lo que te ofendió? ¿No fue su deseo hacia algo que no les pertenecía lo que te hirió?
No podías decir «sí», pero lo leí en tus ojos.
Y tú, a pesar de todo, decidiste infligirme la misma herida de la que yo te había curado. Creíste que debías quitarme el sombrero delante de mis hombres. Me quitaste el tricornio mientras daba órdenes a mis subordinados, provocando la risa en ellos.
Esa bala francesa que aún aprietas en tu mano fría es la razón por la que hoy soy capitán y por la que llevo este sombrero, el tricornio que me permitió devolverte la dignidad sin que nadie pudiera oponerse.
Al quitarme el sombrero, me has sumido en la más profunda humillación, ¿y para qué? Por esa misma loca curiosidad que le costó la vida a nueve de mis hombres.
Hay mucho mar entre la tierra de los molinos de viento y la isla sin árboles, pero reservo el mismo destino a quien no respeta la honra ajena.
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