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La escritura es como la licuadora o la plancha.

La inventamos pero, a diferencia de esos dos electrodomésticos, no sabíamos del todo para qué serviría.

Puede parecer extraño, pero la escritura es algo de lo que, durante mucho tiempo, hemos prescindido. La razón es sencilla: no existía.

Al menos en Europa, hasta antes del 2000 a. C., los conocimientos, al igual que los relatos, se transmitían oralmente de persona a persona, durante siglos y siglos.

Sin embargo, al pasar de boca en boca, las historias se distorsionaban irremediablemente. Todavía lo vemos hoy en día cuando, en un grupo numeroso de amigos, se corre la voz sobre un acontecimiento determinado. Las versiones del mismo se multiplican como hongos.

Durante milenios no fuimos dueños de lo que decíamos, pero al inventar la escritura, encontramos la manera de intentar ser dueños del pasado y del futuro. Al menos con las palabras.

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Intentamos defenderlas del paso del tiempo y, en parte, lo conseguimos, pero solo en parte.

Con el paso del tiempo, nos dimos cuenta de que las palabras, aunque permanecieran inalteradas, nos contarían cosas diferentes, porque el tiempo también nos cambia a nosotros.

Y fue en ese momento cuando la escritura se convirtió en una forma de meditación.

Saca a relucir partes de nosotros sobre las que el tiempo parece haber posado un velo de polvo. Ahora escribimos no para conservar las palabras, sino para conservarnos a nosotros mismos.

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